22 de noviembre de 2007

ESTA VEZ LE TOCA A LOS PAPAS!!!


Françoise Doltó nos ha legado el haber considerado al niño como una persona, sacándolo del estatuto social de infante, como el que no tiene derecho a la palabra. A diferencia de lo que planteaba Freud, ella consideraba que el ser humano es un ser de lenguaje, aún antes de comenzar a hablar, ya desde el vientre materno. Ella definía a la concepción como "un encuentro de tres" y no sólo de dos.

El varón ha permanecido por siglos excluído de la ternura en el imaginario colectivo. En cambio, rasgos tales como de la agresividad, la competencia y el oficio de proveedor, se viven como inherentes al género masculino. Los varones aún tienen culturalmente vedado abrirse al campo de la sensibilidad, a la plenitud de todos sus sentidos. El mandato ancestral es el de ser duro, macho, recio y sin derecho a llorar, mucho menos aún ser tierno.

El varón mismo a veces evade este tipo de reacciones, porque padece del fantasma del afeminamiento, bajo el cual subyace el pánico a la homosexualidad. Si acceden al ser tiernos, son rotulados blandengues o poco machos.

El psicoanalista Guy Corneau describe de manera clara los resultados en la identidad del varón, de lo que él denomina el silencio de padre o padre faltante, conducente hacia una labilidad en la identidad sexual masculina. Esto conforma un auténtico estrago paterno, que lleva a reprimir sentimientos varoniles tiernos y al desahogo del sollozo, consecuente con la pena y otros sufrimientos.

El padre es la presencia de un Otro, esencial para la constitución subjetiva, porque desarticula la simbiosis y el embeleso materno y permite entrar a la calidad social de la existencia humana. A partir del nacimiento la madre trasmite al niño este sentimiento de "ser maravillosos y único", base de la constitución del embeleso, espacio único y un tiempo primordial, que conforma la base de la intimidad y también rudimentos profundos de la identidad del sujeto "recién salido".

Esta especie de éxtasis contemplativo materno, sirve al pequeñito para superar las sensaciones fragmentación corporal experimentadas con el nacimiento. Cuando la madre relata y participa al padre de las maravillas, el padre encuentra dentro de la madre esa joya precisada que es su hijo. La madre es mediadora feliz del primer encuentro entre ambos. A partir de allí él comienza a circular dentro del embeleso, lo cual facilita a la madre el discriminarse de su creación.

Ser "hijo de" implica haber cedido un lugar y haber podido recibir insignias paternas, sentirse incluido en su genealogía del padre. Algunos autores remarcan el daño de la ausencia pero también el de la "sobrepresencia" paterna, que se excede en su función, otorgándola la categoría de "obscenidad paterna" (de la misma forma que sucede con la madre que aprisiona en el vínculo). La única garantía de la función del padre real es la de un hombre vuelto hacia una mujer, razón de su deseo, generalmente madre del niño.

Algunos autores, dicen que la función del padre durante el embarazo es la de enamorar a su mujer, pero además el niño necesita de sus dos progenitores, porque cuando está sólo con su madre, ésta acaba aterrorizándolo. El padre es el hombre junto al cual la madre es mucho menos poderosa.

El bebé no puede relativizar la omnipotencia de su madre si el padre no la relativiza antes. Por eso el mejor papel del hombre como padre, es que su mujer siga enamorada de él. Durante el embarazo el papel más importante del varón no es con el niño, sino con su mujer embarazada. Cada vez que un varón le advierte a una madre, que también es su mujer, está cumpliendo con su papel de padre, desplegando su cualidad de padre tierno.

Los niños pequeños tienden a no querer apartarse de su madre, en un intento de continuidad simbiótica en el nido de ternura uterino. La intervención del padre reclamando a esa madre como su mujer, la aparta de la mirada del niño y le muestra por primera vez que en el mundo existen Otros. Este es primer acto de ternura paterna, facilitarle la singularidad y la diferenciación.

Cuando el niño descubre la diferencia entre los sexos, alrededor de los tres años, comprende que también sus padres fueron engendrados según el orden de las generaciones al que están sometidos todos los seres humanos, y que él pertenece a una genealogía. Es allí donde el padre adquiere toda su importancia, al descubrir el niño su papel de procreador. El padre existe desde la procreación: primero a través de la madre (aquel que la requiere y la aparta del niño), que dolorosa y necesariamente experimenta que él no lo es todo para ella.

La vivencia de la ternura no es inherente a ninguno de los dos géneros, puede ser tan difícil para el varón como la mujer, de acuerdo a sus propias biografías como hijos. En ambos así mismo se manifiesta la violencia, el abuso y el maltrato, como también comportamientos tiernos. La ternura es experimentada, emitida y receptada, por sujetos en todas las etapas de su vida, incluyendo el estado fetal dentro del útero materno.

También cuando los abuelos reclaman por la ternura, la caricia o el abrazo (que aún en el imaginario es patrimonio de las abuelas), no suelen ser bien comprendidos y satisfechos en sus demandas, porque quedan relegados al estigma del genero, sufriendo por su piel, que ha perdido tersura y sus brazos ya no poseen la fuerza del sostenedor de la juventud. Ellos suelen ser juzgados como reblandecidos o perversos cuando acarician y demandan ser acariciados por sus nietos. En una encuesta realizada entre ancianos internados, acerca de cuál era la especialidad médica que preferían, los abuelos respondieron de manera uniforme: "el kinesiólogo, porque nos toca".

Claro que esto remite a otro tema de la sensibilidad y la ternura que abordamos en este trabajo: el privilegio de los sentidos de la visión y el oído, en detrimento del tacto y el olfato. Los viejos disminuyen su posibilidad de ver y de escuchar, pero persisten hasta el último día en sus necesidades de acariciar y ser acariciados tiernamente. Ellos, como sus mismos nietos, desean y necesitan el contacto y la ternura.

Lic. Mirta Videla

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